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Oficina de Cultura y Difusión Islámica • Argentina
Sahîh Al-Bujârî
los alcanzo. A la mañana siguiente de su partida
salí a prepararme y volví sin haber hecho nada.
Al día siguiente salí y volví igualmente sin haber
hecho nada. Y así seguí hasta que se apresuraron
en alejarse y me perdí la campaña. Entonces quise
partir y alcanzarlos ¡Ojalá lo hubiese hecho! pero
no pude hacerlo. Cuando salía a la calle después
de la partida del Profeta (B y P), cuando veía a la
gente a mi alrededor, me entristecía ver que sólo
había gente acusada de hipocresía y hombres dé-
biles excusados por Dios. El Mensajero de Dios
(B y P) no notó mi ausencia hasta que llegaron a
Tabûk y dijo, mientras estaba sentado con la gente
en Tabûk: «¿Qué habrá hecho Ka‘b?» un hombre
de Banu Salima dijo: ‘¡Mensajero de Dios (B y P)!
Lo retrasaron sus dos mantos y mirarse los cos-
tados’. Mu‘âdh bin Ÿabal dijo: ‘¡Qué malo lo que
dijiste! ¡Mensajero de Dios! ¡Por Dios! No se de él
sino cosas buenas’ y el Mensajero de Dios (B y P)
calló.
Ka‘b bin Mâlik agregó: ‘Cuando me enteré
que ya estaba de regreso, empecé a preocupar-
me y pensar en distintas falsas excusas. Me decía:
‘¿Cómo me libraré de su enojo mañana?’ Consul-
té a todos los de sabia opinión entre mi familia
sobre ello. Cuando se dijo que el Mensajero de
Dios (B y P) ya se acercaba a Medina se me fue-
ron todas las falsas excusas y supe que nunca me
libraría de él con una mentira; entonces, decidí
firmemente decir la verdad. Y el Mensajero de
Dios (B y P) llegó; el acostumbraba llegar de un
viaje e ir a la mezquita, rezar dos rak‘ât y sentarse
para atender a la gente; cuando hizo todo eso lle-
garon a él los que no fueron a la batalla. Empeza-
ron a excusarse con él y proferir juramentos; eran
un poco más de ochenta hombres. El Mensajero
de Dios (B y P) aceptó lo que aparentaban; y les
recibió juramentos de fidelidad y pidió perdón
a Dios por ellos; y dejó sus adentros para Dios.
Cuando yo fui a él me sonrió con la sonrisa del
enojado. Luego dijo: «Ven»; yo caminé hasta sen-
tarme frente a él y me dijo: «¿Qué te retuvo? ¿No
habías comprado una bestia para transportar-
te?» Yo dije: ‘Claro que sí ¡Por Dios! ¡Mensajero
de Dios! Si estuviera frente a otro de este mundo
que no seas tú, pensaría librarme de tu enojo in-
ventando excusas, y ciertamente que soy bueno
para argumentar. Sin embargo, ¡Por Dios! sé que
si invento hoy una falsa excusa para obtener tu
complacencia, Dios con seguridad te hará eno-
jarte conmigo en el futuro. Y si te digo la verdad
hoy, aunque te enojes conmigo, tengo la esperan-
za de obtener el perdón de Dios. ¡No! ¡Por Dios!
no tengo excusa alguna ¡Por Dios! nunca estu-
ve más fuerte y saludable que el día en que dejé
de acompañarte’. El Mensajero de Dios (B y P)
dijo: «Este ha dicho la verdad. Levántate (y espe-
ra) hasta que Dios dé un veredicto respecto a ti».
Yo me levanté y algunos hombres de Banu Salima
me siguieron diciéndome: ‘¡Por Dios! Nunca su-
pimos que hayas cometido un pecado antes que
este. Y no pudiste ofrecer las excusas al Mensa-
jero de Dios (B y P) como ofrecieron los demás
que se quedaron; te hubiese bastado en tu peca-
do el pedido de perdón del Mensajero de Dios
(B y P) por ti’. ¡Por Dios! me siguieron acosando
hasta que deseé volver ante el Mensajero de Dios
(B y P) y desmentir mis palabras anteriores. Lue-
go les pregunté: ‘¿Hay alguien más en esta mis-
ma situación?’ Me dijeron: ‘Sí; hay dos hombres
que dijeron lo mismo que tú dijiste y se les dijo
lo mismo que se te dijo’. Dije: ‘¿Quiénes son?’ me
dijeron: ‘Murâra bin Al-Rabî’ Al-‘Amri y Hilâl
bin Umayya Al-Wâqifi’. Los dos hombres que me
mencionaron eran piadosos, estuvieron presen-
tes en Badr y eran un ejemplo para mí. Por eso
no cambié de idea después de que me los men-
cionaron. El Mensajero de Dios (B y P) prohibió
a los musulmanes que nos dirijan la palabra a los
tres que no lo acompañaron. La gente nos evita-
ba y cambiaron su actitud hacia nosotros, tanto
que llegué a sentir extraña la tierra donde esta-
ba, como si no la conociese. Estuvimos en esa si-
tuación cincuenta noches. Mis compañeros (en
la desgracia) se mantuvieron en sus hogares llo-
rando. Pero yo era el más joven y firme del gru-
po. Asistía al salat con los musulmanes y deam-
bulaba por los mercados; pero nadie me hablaba.
Solía ir ante el Mensajero de Dios (B y P) y salu-
darlo cuando se quedaba sentado después de la
oración; me preguntaba: ‘¿Habrá movido sus la-
bios para corresponder a mi saludo o no?’ Otras
veces rezaba cerca de él y lo miraba furtivamen-
te; él me miraba mientras yo rezaba, pero si yo
lo miraba desviaba su rostro. Cuando se me hizo
muy largo el tiempo en que le gente no me habla-
ba, fui y escalé la pared del cercado de Abû Qa-
tâda, que era mi primo y la persona más querida
para mí, y lo saludé, ¡Por Dios que no me devol-
vió el saludo! Yo le dije: ‘¡Abû Qatâda! ¡Te ruego
por Dios! Sabes que yo quiero a Dios y Su men-
sajero ¿No es así?’ El calló; yo le repetí la pregun-
ta y le rogué nuevamente pero él se mantuvo en
silencio. Le repetí lo mismo y le rogué; entonces,